jueves, marzo 17, 2005

Carta testimonio de una pena inconclusa

Ese día yo todavía tropezaba con mis brazos, mis hombros eran un horizonte pequeño pero efectivo. Ciertamente mientras del pasaje a la cancha había sólo un sudor de por medio, en otras casas las cicatrices jugaban sus descuentos.
A mi nadie me preguntó hacia donde mis torpezas viajaban a quemar sus penas, a mi nadie me dijo que el espejo de la tristeza podía ser tan lapidario, a mi nadie me buscó esa noche cuando mi vida se mutó en cajas negras y excusas pestilentes.
Ese día yo aún mordía la orilla de la infancia y mis largos sueños eran un montón de viejas niñerías. La culpa de vivir, la razón del pecado, aún no merodeaban mis calles. El daño era un rasguño poca cosa en la fortaleza de mis convenciones, las malas palabras cabían de sobra en el arrepentimiento.
A nadie culpo, pero hasta ese día, yo juraría que los ojos me brillaban porque sí. Hasta ese día, y me demoré 25 años en entenderlo, yo vacilaba entre mis matchbox y música libre, yo saltaba de la rebeldía al enfado, yo de las arterias ardiendo a las manos frías del cinismo. Y de sopetón la vida; un cachetazo imprudente que me sacó al descampado. De repente me dejaron donde no había ni demonios, y mis pequeños ángeles aún crecían conmigo.
Una pena inconclusa, sin avisarme, de pronto me atravesó desde el hipotálamo hasta el tendón de Aquiles, y no pude menos que ir del olvido perezoso y pedante al dolor urgente como una tristeza que se muere de muerte.
Mi padre me miraba desde la esquina de su vergüenza, sin saber por donde mis sueños naufragaban; pálidos, timoratos y amarillos. Mi madre acurrucada en el mejor de mis lados, me ayudaba a levantar los andamios para lo que quedaba en pie. Mis hermanos, puestos de aquí para allá, afilando un dolor horroroso pero colectivo, mientras yo intentaba descifrar, a solas, la cara implacable del desamor.
A veces, a veces todo es un error.
Ese día de Diciembre de 1976 me condenaron a desterrar las breves sonrisas del entusiasmo, y a pretender que yo era lo suficientemente mayorcito para desechar las sospechas y masticar el hueso de la verdad sin quejas ni ulteriores malos entendidos. Y así, a la buena de Dios, aunque jamás nos carearon, para separar la paja del trigo, me largaron a vivir la pena de la vida cuando yo recién emergía de la alegría de las bicicletas y los palitroques.

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