El día que me fui me besó y me
dijo cuídate con una pena contenida. Luego armé un bolso con las pocas cosas
que se me ocurrieron necesarias. De alguna manera parecía ser solo una situación
momentánea, pero presentía que era terminal. Me despedí de los niños como si se
tratara de un viaje de ida y vuelta. Me subí a la camioneta y lloré. Lloré sin
sollozos durante largos minutos manejando sin rumbo. Me sentía miserable y poca
cosa. Ese sentimiento, a ratos, todavía me acompaña, aunque ahora lo miro con
sospecha. Pasaron los días, más malos que buenos, y el mandato era buscar
alguna certeza. Algo de donde aferrarse. Recordé algunas risas que hoy me dan
escalofríos por lo que no vi, no vimos.
Siempre dijimos,
entre risas, que “en este matrimonio, la mina soy yo”, y, como es obvio, no
vimos el mensaje que subyacía en esa afirmación. La precaria vulnerabilidad que
significaba esa posición en la que dejamos nuestro matrimonio. Los roles, a veces,
muchas más veces que las que creemos, juegan a las escondidas y no logramos
percibir cuan peligroso puede ser equivocar la óptica. “La mina soy yo”, ¿Qué
papel juega esa declaración cuando por debajo de la mesa se inmiscuye, aunque
no se diga, el rol de proveedor?. ¿Dónde se refugia entonces lo que parecía tan
fácil?.
Han pasado los meses. He tenido que aprender, a la fuerza, a vivir con mi soledad. Pienso si ella hará lo mismo. Si acaso en su cabeza solo seré un largo mal rato.
Han pasado los meses. He tenido que aprender, a la fuerza, a vivir con mi soledad. Pienso si ella hará lo mismo. Si acaso en su cabeza solo seré un largo mal rato.
Miro hacia atrás
y me acuerdo de ese beso de despedida, el último que recibí, y me pregunto qué
pasó después.
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