Sucedió que la piel viajó a perderse
en un par de frutas nuevas,
y mis espejos - los de antes -
escanciaban rubores y susurros.
Dios dejó cuentas pendientes
y no hubo con que pagar.
Procuré tener a mano algunos adjetivos,
para no extraviar las corazonadas,
las banderas desplegadas a última hora
resumían el día entre vinos y promesas.
Morir a golpes en la vereda,
quemado en un asomo de gracia,
crucificado en un error de cálculo
incrustado en la última bala,
inmolado en día de guarda,
o certificado a culatazos
era, a penas, un archivo de homenajes mudos
y canciones mortuorias.
Mis músculos renunciaban
a tenerme en cuenta
y en la quietud de cada diástole
la ciudad me llamaba a gritos.
De allá para acá
las esperanzas mutaron en historias oficiales,
en verbos en cautiverio,
en paréntesis puestos a despistar los espejos.
Y Yo en la mitad de mí.
Flores calientes me brotaban
como amagos de ironías posibles.
El coraje fue sólo un olvido en fuga,
cosas que hacían falta;
la vergüenza necesaria,
para no olvidar la ceremonia de la muerte.
Entretanto besé a quien no debía
y me condenaron a sacarle punta al lápiz.
Me trepé en la traición,
en la insolencia de un ciego
que mira de costado.
No pudieron odiarme,
la tierra no era redonda
y era usual
que se me cayeran los dientes.
No todo resultaba bien,
los amigos apuraban sus sueños
y a mi - otra vez -
la voz no me alcanzaba.
El país era un error,
un milagro sin hijos.
Los ojos del dolor no eran ajenos:
Rodrigo Rojas de Negri
ardía entre neumáticos
la noche esa en que me sobró la vida.
En la urgencia de mis anhelos
eché a andar en puntos suspensivos...
ergo postulé a un punto y coma;
los signos de interrogación hicieron de las suyas.
Entre paréntesis se hizo la luz (a dentelladas)
y me esfumé allá como un cometa silábico
entre verbos de poca monta
y diptongos paranoicos,
inventé un lugar donde poner el acento,
y me sentí invencible.
La patria era mi religión.
lunes, octubre 03, 2005
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