En Polcura era la cosa. Hubo que
tomar un ramal en Monte Aguila con locomotora a vapor. Las cenizas entraban por
la ventana. Yo no quería ir, pero, con sigilo y algo de cobardía, mis padres
decidieron que tenía que ir. Ellos, mis padres, me habían informado días antes que
se separaban. En realidad fue mi padre, mi Mamá lo obligó, supongo, a hacerse
cargo de su decisión (era de él, mi Mamá no es de las que se separan). Yo
prefería quedarme en Santiago a lamerme las heridas con otros tan heridos como
yo, pero no hubo caso. A los 15 uno obedece y putea en silencio. En Polcura era
la cosa y hube de sumarme al entusiasmo, sin entusiasmo, de mis compañeros de
tropa. La Rupanque era mi tropa. Una con tradición, pero ya estaba en los
descuentos con un montón de scouts de poca monta, yo entre ellos. Lo que le
mantenía cierto prestigio era nuestro
jefe, Pancho Mena. Pancho era la tropa viva. La estirpe de un scout hecho de
madera nativa. Un tipo al que admiraba (nunca se lo dije). La cosa era en
Polcura y yo andaba con el habla y los empeños por el suelo. No tenía el más
mínimo asomo de sonrisa y todo se me hacía cuesta arriba. Lo peor era escuchar el sinfín de consejos sobre que
hacer o no hacer. Los padres de Carlos se separaron, está mal,
apóyenlo, les dijeron. Así no más, sin que supieran lo que era el pecado, los mandataron
como confesores. Mena, que sabía lo mío, me miraba a la distancia sin
decir esta boca es mía. Me habían enviado a cargo de un primo mayor. Nunca supe
para qué ni menos le vi asomar la nariz por donde yo me andaba. Fui
insoportable para todo aquel que merodeara mis lados. Mena parece que estaba al
acecho. Pancho tiene cierta sabiduría que viene con su manera de caminar. La
cosa es que luego de diez días de infame campamento, ya nadie me tragaba y
viceversa. Un martes, o tal vez un jueves de madrugada, la lluvia se largó como
si hubiese que competirle a Noé. Después de refugiarnos en
unas cabañas junto con las guías (rama femenina del escoutismo), entre las que
estaba la Pilar, hermana de Pancho, con su cara de niña inocente, a Mena se le
ocurrió salir a jugar algo así como una mezcla entre fútbol y rugby bajo la
lluvia. Como casi todos los días, me negué a participar, ese fue el “sanseacabó”.
Pancho, que me pareció fuera de si, pero que en realidad estaba en pleno
control, me sacudió sin remilgos y me lo largó: Vas a jugar ese juego aunque
sea lo último que haga en mi vida. Así sin trepidar me soltó su rabia, su
frustración o su desprecio, vaya uno a saber. No me quedó otra que jugar. A los
15 uno obedece y putea en silencio. Le pegué a todo lo que pasó a menos de un
metro de mí y recibí de vuelta desde miles de kilómetros, y lloré. Lloré
mientras corría detrás de la pelota. Nadie me vio. Llovía y pude camuflarme.
Salvo Mena, él me vio y cuando terminó el partido me abrazó. Cuando volví a la
solemnidad de mis Padres, llevé conmigo a Mena, a Pancho Mena, el único que
logró sacarme la rabia, la frustración y el desprecio.
martes, noviembre 05, 2013
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