martes, noviembre 05, 2013

Polcura, la lluvia y Mena



En Polcura era la cosa. Hubo que tomar un ramal en Monte Aguila con locomotora a vapor. Las cenizas entraban por la ventana. Yo no quería ir, pero, con sigilo y algo de cobardía, mis padres decidieron que tenía que ir. Ellos, mis padres, me habían informado días antes que se separaban. En realidad fue mi padre, mi Mamá lo obligó, supongo, a hacerse cargo de su decisión (era de él, mi Mamá no es de las que se separan). Yo prefería quedarme en Santiago a lamerme las heridas con otros tan heridos como yo, pero no hubo caso. A los 15 uno obedece y putea en silencio. En Polcura era la cosa y hube de sumarme al entusiasmo, sin entusiasmo, de mis compañeros de tropa. La Rupanque era mi tropa. Una con tradición, pero ya estaba en los descuentos con un montón de scouts de poca monta, yo entre ellos. Lo que le mantenía cierto  prestigio era nuestro jefe, Pancho Mena. Pancho era la tropa viva. La estirpe de un scout hecho de madera nativa. Un tipo al que admiraba (nunca se lo dije). La cosa era en Polcura y yo andaba con el habla y los empeños por el suelo. No tenía el más mínimo asomo de sonrisa y todo se me hacía cuesta arriba. Lo peor  era escuchar el sinfín de consejos sobre que hacer o no hacer. Los padres de Carlos se separaron, está mal, apóyenlo,  les dijeron. Así no más, sin que supieran lo que era el pecado, los mandataron como confesores. Mena, que sabía lo mío, me miraba a la distancia sin decir esta boca es mía. Me habían enviado a cargo de un primo mayor. Nunca supe para qué ni menos le vi asomar la nariz por donde yo me andaba. Fui insoportable para todo aquel que merodeara mis lados. Mena parece que estaba al acecho. Pancho tiene cierta sabiduría que viene con su manera de caminar. La cosa es que luego de diez días de infame campamento, ya nadie me tragaba y viceversa. Un martes, o tal vez un jueves de madrugada, la lluvia se largó como si  hubiese que  competirle a Noé. Después de refugiarnos en unas cabañas junto con las guías (rama femenina del escoutismo), entre las que estaba la Pilar, hermana de Pancho, con su cara de niña inocente, a Mena se le ocurrió salir a jugar algo así como una mezcla entre fútbol y rugby bajo la lluvia. Como casi todos los días, me negué a participar, ese fue el “sanseacabó”. Pancho, que me pareció fuera de si, pero que en realidad estaba en pleno control, me sacudió sin remilgos y me lo largó: Vas a jugar ese juego aunque sea lo último que haga en mi vida. Así sin trepidar me soltó su rabia, su frustración o su desprecio, vaya uno a saber. No me quedó otra que jugar. A los 15 uno obedece y putea en silencio. Le pegué a todo lo que pasó a menos de un metro de mí y recibí de vuelta desde miles de kilómetros, y lloré. Lloré mientras corría detrás de la pelota. Nadie me vio. Llovía y pude camuflarme. Salvo Mena, él me vio y cuando terminó el partido me abrazó. Cuando volví a la solemnidad de mis Padres, llevé conmigo a Mena, a Pancho Mena, el único que logró sacarme la rabia, la frustración y el desprecio.